jueves, 10 de diciembre de 2009

Infinitas Formas Para Contar una Historia





Que la vida iba en serio
uno lo empieza a comprender más tarde
-como todos los jóvenes, yo vine
a llevarme la vida por delante.
Dejar huella quería
y marcharme entre aplausos
-envejecer, morir, eran tan sólo
las dimensiones del teatro.
Pero ha pasado el tiempo
y la verdad desagradable asoma:
envejecer, morir,
es el único argumento de la obra.

Esta vez la lección va de la mano del catalán Jaime Gil de Biedma, más contemporáneo que Machado. Héctor Faciolince es contundente esta vez: “Tenemos que ser capaces de descubrir la música de la que somos dueños”, parafrasea el último verso de un soneto de Jorge Luis Borges.
“Son infinitas las maneras de contar una historia. De lo más banal se puede escribir algo interesante”.
El texto: Ejercicios de estilo, de Raymond Queneau. A partir de Notaciones, el autor aventura 99 maneras de contarlos. Hoy damos tres propias.

Notaciones
Raymond Queneau

En el S, a una hora de tráfico. Un tipo de unos veintiséis años, sombrero de fieltro con cordón en lugar de cinta, cuello muy largo como si se lo hubiesen estirado. La gente baja. El tipo en cuestión se enfada con un vecino. Le reprocha que lo empuje cada vez que pasa alguien. Tono llorón que se las da de duro. Al ver un sitio libre, se precipita sobre él.
Dos horas más tarde, lo encuentro en la plaza de Roma, delante de la estación de Saint-Lazare. Está con un compañero que le dice: “Deberías hacerte poner un botón más en el abrigo”. Le indica donde (en el escote) y por qué.

Sinestesia

El fuerte olor a sudor estalla en los ojos, tantos apretones en el camión golpean como el chile de árbol en una sartén con aceite hirviendo. El fieltro del sombrero con cordón de ese tipo, que debe contar con unos 26 años, raspa en el andar como una sierra en un hermoso y gran Tule. El tono muy subido en su rostro responde a los empellones, salpica su molestia cual rojo atardecer en Zacatecas visto desde las alturas.
Hay un asiento vacío, ahora o nunca dice mientras se abalanza cual amanecer implacable que tiene al cerro de La Bufa como marco. Más tarde, un par de horas después, lo topo de nuevo, ahora está sentado en el graderío de la Plaza de Armas, justo al frente de la Casa de los Perros, platica con un amigo y su voz lo estremece, la siente en cada poro de la piel. Le Hace falta un botón, ahí, en el cuello; la revelación lo desciende de golpe a lo más profundo, ahí donde el sonido de la plata se vuelve codicia.

Subordinado

El tráfico es agobiante pero el viaje en camión es rápido y resguarda del frío a un hombre de 26 años, joven e inquieto que viste un ridículo sombrero de fieltro con cordón en lugar de cinta, más su larguísimo cuello que lo envejece y hace diferente es víctima de los pasajeros que aprovechan la mínima ocasión para apretujarle y mostrarle desprecio ante tal vestimenta.
Martirizado se enoja, refunfuña contra todo aquel que pase a su lado, saca esa agresividad que pareciera oculta en ese atuendo tan pasado de moda pero que a él le encanta, por eso se avispa, con sus ojos busca un asiento que al fin divisa y se abalanza sobre él porque ya no aguanta más, sí que está cansado de ser el hazmerreír de esos pasajeros intolerantes.
El tiempo pasa y dos horas más tarde está sentado en la plaza, tratando de olvidar ese mal rato en el autobús pero con el alma una vez más en el cuerpo, sabe que tiene un amigo que lo reconfortará, pero no sabe que esta vez le reclamará el que siempre tan bien vestido, aunque pasado de moda, ahora le falte un botón, situación que regocija al amigo que cuando de su boca sale la frase, sonriendo observa la cara descompuesta del joven de 26 años.

Como Hemingway

¡Qué tráfico! Es joven y viste sombrero de fieltro con cordón. Triste el viaje en autobús, lo apretujan todos. Es molesto y por eso reclama aunque no sirva de nada, busca la venganza. Ahí hay un asiento vacío sobre el que se abalanza. Ahora ríe.
Esa alegría le dura dos horas. Un amigo en la Plaza le revira. Te falta un botón en el cuello.

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